domingo, 29 de enero de 2012

Morir de amor

De pequeña siempre creí que moriría de amor. Nunca me preocuparon cosas tan banales como cruzar la calle sin antes mirar para ambos lados, enfermar de amigdalitis o incluso pulmonía. Morir atropellada o convulsionando a causa de una fiebre muy alta estaba reservado para chicas con un destino menos glorioso que el mío.

De grande, lo seguí creyendo. Quiero decir que seguí creyendo que mi corazón dejaría de latir a causa de una gran decepción amorosa.

Por eso, ante cada oportunidad que me ofrecía la vida (o sea, ante cada nuevo fracaso amoroso) yo me tendía en mi cama y esperaba quieta a que llegara la muerte. Me aseguraba de tener todo lo necesario a mi alrededor para hacer la espera más placentera: varias botellas de vino, mi película preferida de Meg Ryan, varias cajas de pañuelos desechables y los números del restaurante chino que está a la vuelta de la esquina, porque aunque mi corazón estaba roto el resto de mi cuerpo seguía funcionando de una forma más o menos normalita.

Mientras agonizaba a causa del amor, realizaba, sin un orden establecido, las siguientes actividades: lloraba desenfrenadamente, dormía unos 10 o 15 minutos (todo el que ha estado al borde del abismo a causa del amor sabe que dormir más de 15 minutos de manera corrida es una proeza imposible de realizar), veía a When Harry met Sally por enésima vez, llamaba a Lucia a su teléfono móvil para hacerle la misma pregunta : “¿qué fue lo que hice mal esta vez?”, volvía a llamarla para pedirle que por favor pasara a recoger mi orden extra doble de Lo Mein.

Al final no moría, como se habrán dado cuenta, y en su lugar terminaba con unas cuantas libritas de más que luego me mataba en el gimnasio para perder.

Lucia tiene un método muy eficaz para medir que tan mal éste o aquel me dejó: que tanto hablo del desgraciado en cuestión.

Si en nuestras conversaciones el nombre del desgraciado de turno sale a relucir más de 20 veces en una hora (sólo Lucía es capaz de llevar este tipo de cuenta) aunque estemos hablando, digamos, del mal estado del tiempo, es que definitivamente quedé muy mal.

Sin embargo, si el nombre de él solo sale de mi boca en comentarios como “Oh, fulano también solía tomar el whisky de esta manera”, es que el pobre pasó sin pena y sin gloria por mi vida.

Yo, sin embargo, tengo otra forma de medir que tan mal herida quedé: las veces que lloro sola por él.

Llorar con Lucia es reconocer todo lo malo que él hizo. Es pasar balance a la relación y concluir que él no vale la pena, que no estuvo a la altura de la relación y que yo merezco algo mejor. De estas secciones de llanto colectivo (Lucía siempre llora conmigo) salgo renovada y con el ánimo alegre.

Llorar sola es culparme a mí porque la relación no funcionó. Lo primero es un desahogo. Lo segundo es la técnica más fina jamás inventada para ir socavando tu autoestima y la manera más segura que yo conocía para hacer realidad mi gran deseo de la niñez: morir de amor.

Porque en el fondo, cada vez que corría las cortinas, echaba seguro a la puerta, descolgaba el teléfono y me tendía en mi sofá a llorar lo que hacía era matarme un poco, destruirme cada vez más.

A la vuelta de esos viajes por los oscuros y laberinticos pasillos de la autoculpa y el desamor volvía con algo menos en mí. ¿Qué era eso exactamente? No sé, pero sabía que había perdido algo y que ya nunca más lo recuperaría.

Pero cuando el troglodita me hizo recordar el reciente verano y me puse a llorar entre aquel runruneo de máquinas que lavan y secan ropa, y vi que mis lágrimas, más que desear que la muerte me encontrara ahí mismo eran solo eso, lágrimas que varios minutos después ya ni en mi rostro estaban, cuando vi que no tuve que hacer un ejercicio de meditación para alejar su recuerdo de mi memoria, cuando me vi en mi apartamento y me parecieron lindas las sombras que gracias al sol que entraba por la ventaba dibujaban mis muebles sobre el piso, cuando tomé mi computadora y decidí terminar una novela por encargo que hacia tiempo rehuía, me dije a toda voz “wao, esta vez el verdugo se olvidó de rematar a la víctima”.

Quizás Lucia tiene razón, ya hemos llorado, sufrido tantas veces antes por causa del amor que sabemos que esta vez, por gran amor y todo que él haya sido, lo vamos a superar.

O quizás es que realmente amar si cambia, transforma a las personas y logra lo que antes creíamos simplemente imposible: desear tener un destino menos glorioso y morir como una simple mortal y no con el corazón atravesado por culpa del amor.

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