Debo confesar que me desarmaste, que tumbaste todas mis defensas cuando pronunciaste aquel contundente y casi apoteósico “¿Yo? Pues yo soy un tipo normal”.
La verdad es que esperaba que me dijeras algo diferente cuando tan inocentemente te pedí que me contaras algo sobre ti, algo así como mudé mi primer diente a los cinco, soy alérgico a las aspirinas, tomo el café con dos cucharaditas de azúcar o no puedo ver sangre que me desmayo.
Creo que por eso cuando pronunciaste aquella frase mi corazón dio un vuelco y creo que hasta un coro de ángeles cantó el aleluya mientras en mi mente yo repetía una y otra vez “por fin, por fin un tipo normal”.
Imaginaba que llenarías mi vida de esos detalles con que llenan los tipos normales las vidas de las chicas buenas como yo: desayuno en la cama, llamadas en mitad de las tardes sólo para decirme que necesitabas escuchar mi voz. Que me sorprenderías de vez en cuando con un “hoy no me juntaré con los muchachos para ver el juego (me da igual de si de baseball, fútbol o baloncesto) porque quiero pasar más tiempo contigo”.
Que me abrirías la puerta del auto cada vez que me fuera a subir a él, que me regalarías chocolate sin que fuera mi cumpleaños o nuestro aniversario, que me dirías si mi amor, por supuesto que entiendo como te sientes cuando ni yo misma sabía como me sentía.
Que entenderías que el durar toda una tarde en la tienda eligiendo uno vestido y volver el próximo fin de semana a la tienda para cambiarlo forma parte del proceso natural de salir de compras.
En fin, que te comportarías como lo que me dijiste que eras, un tipo normal.
Oh pero cuan equivocada estaba. En su lugar me sometiste a una tortura sicológica y un régimen de esclavitud que incluía, entre otras cosas:
-Repetirte cientos, miles de veces, la misma cosa y obtener siempre el mismo resultado: que nunca recordaras lo que acaba de decirte.
-Adecuar mi vocabulario al tuyo y entender que cuando decías “ya voy”, significaba que vendrías, pero una hora más tarde; que cuando decías “yo lo hago” querías decir que lo harías, si, pero al día siguiente.
-Recoger la ropa que habías “olvidado” tirada y no entender como tú no acabas de entender que existe algo que se llama hamper y está hecho para guardar ¡oh gran descubrimiento! la ropa sucia (y sí, los calzoncillos, toallas y medias cuentan como ropa).
-Tener que pasar tardes interminables viendo programas de deportes aunque tus equipos estuvieran descalificados hace tiempo.
-Partirme la cabeza tratando de entender como se puede sentir devoción por las llaves inglesas, los destornilladores, desarmadores u otra cosa que se le parezca.
-Tu negativa a entender la importancia de unas cortinas perfectas (¡mejor que me despierte el sol a tener cualquier cosa colgando de mi ventana!). Este punto en especial ha creado traumas en mi vida que no creo poder superar en mucho tiempo.
Cuando te reclamé, exigí, que me explicaras cuál era tu idea de normalidad me miraste cómo si te estuviera preguntando cuánto eran dos más dos. Ante mi insistencia te acomodaste mejor en el sillón y me dijiste “te está por llegar, ¿verdad?”.
He sentido muchas veces mi instinto asesino aflorar a mi piel, pero en ninguna ocasión tan fuerte como esa. Es mentira que fuera a la cocina por otra cerveza, como te dije. Fui en busca del más filoso cuchillo de mi colección Hocho para acabar con tu vida en el acto. Si hoy sigues vivo agradéceselo a Lili, cuya patitas enredadas en mi bufanda preferida me parecieron un asunto más importante que atender.
Cuando me senté de nuevo a tu lado no esperaba que me volvieras a dirigir la palabra en toda la tarde (de hecho, haber logrado que pronunciaras aquella aciaga frase justo en medio de un partido de fútbol ya era tremenda proeza), pero para mi sorpresa me dijiste, pasando tu brazo por encima de mi hombro, “corazón, me traes otra cerveza por favor, ándale, no seas malita”.
Querido Soy un Tipo Normal, creo que tenías razón, eres todo un tipo normal.
Desgraciadamente tuya,
Gigi Rodríguez
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