miércoles, 8 de febrero de 2012

Queridísimo No te llevaste mi vida cuando te fuiste:

Creo que ya lo has notado pero de todas formas te lo diré: sigo viva. Ya sé que estás sorprendido. Pero consuélate, querido, no eres el único. Yo también he quedado estupefacta ante tal prueba de resistencia: sigo respirando, comiendo, durmiendo, sintiendo hambre, frio, calor, sudando, yendo, viniendo, escribiendo…y todo esto sin ti a mi lado.

Si, lo sé, he faltado a mi palabra, a esas confesiones que te hacía durante los comerciales de los juegos de futbol, entre mis idas y venidas a la cocina a buscarte una cerveza o un bocadillo: si me llegaras a faltar creo que me moriría.

¿Pero qué quieres? Una hace el intento, anda sin precaución en la calle, pasa los semáforos en rojo, compra conservas pasadas de fecha en el supermercado, deja una llave de la estufa abierta… ¿y todo para qué, eh? para terminar con un ticket por infracción de tránsito, una indigestión estomacal y con Lili en el veterinario porque resulta que de las dos la más proclive a morirse es precisamente la que más vida tiene.

En fin, que puse todo de mi parte pero creo que en el fondo la muerte es tan ingrata como el amor: solo la encuentra quien no la ando buscando.

Tanto empeño puse en morirme y tan convencida estaba que lo lograría que llegué a concebir la idea de hacer un testamento para repartir mis bienes. Pero luego, ante la ausencia de tales bienes, me conformé con llamar a Lucía y llorar por tu abandono. Hasta que Lucía, siempre tan resoluta, decretó: en esta casa no se llora más, carajo.

Fue así como en un solo fin de semana, con la ayuda de Lucía y ante la mirada indiferente de mi gata (creo que la pobre ya está cansada de pasar siempre por lo mismo) recuperé la alegría de vivir gracias a una sobre dosis de Calamaro y Drexler, ver a Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón por enésima vez y hasta el cansancio, aprovechar las ofertas on line de mi tienda preferida, descubrir ante el espejo que todavía no tengo canas pero si muchas ganas, confirmar lo que ya sospechaba: estoy en mi peso ideal, encontrar en mi buzón de correo dos propuestas de trabajo para una editorial, recibir una llamada de mi madre para decirme que me quiere y otras 10 llamadas más para invitarme a la apertura del nuevo bar de la ciudad.

Así que como creo que te lo debes estar imaginando mientras lees estas líneas te informo que yo ya no quiero morirme por ti. En serio, ya no.

No sabes cuanto he cambiado desde que las noches en que mi alma pendía de un hilo se acabaron, desde que no eres tú el centro de mi vida, desde que dejé de ser tu problema.

Y es que ha sido tan impactante el hecho de que pueda continuar sin ti que según Lucía he comenzado a actuar como una sobreviviente de una catástrofe o una enferma terminal a quien de repente su doctor le dice que está curada: irradio positivismo y tranquilidad con la misma facilidad con que antes corría hacia ti con solo tú chistar los dedos.

Hasta mi vecino el troglodita, antes tan indiferente a mi presencia, me ha asegurado que últimamente estoy más bonita y con un brillo en mi rostro que solo puede ser resultado de una gran felicidad interior.

En fin, queridísimo No te llevaste mi vida cuando te fuiste, que estoy mejor sin ti. Así que por favor ni te preocupes en contestar esta carta, ni en llamarme, ni en venir por aquí y mucho menos en enviarme una invitación de amigo por Facebook porque seguro estaré my ocupada siendo feliz y no tendré tiempo para atenderte.

En lo absoluto tuya y más viva que nunca,


Gigi Rodríguez.

domingo, 29 de enero de 2012

Morir de amor

De pequeña siempre creí que moriría de amor. Nunca me preocuparon cosas tan banales como cruzar la calle sin antes mirar para ambos lados, enfermar de amigdalitis o incluso pulmonía. Morir atropellada o convulsionando a causa de una fiebre muy alta estaba reservado para chicas con un destino menos glorioso que el mío.

De grande, lo seguí creyendo. Quiero decir que seguí creyendo que mi corazón dejaría de latir a causa de una gran decepción amorosa.

Por eso, ante cada oportunidad que me ofrecía la vida (o sea, ante cada nuevo fracaso amoroso) yo me tendía en mi cama y esperaba quieta a que llegara la muerte. Me aseguraba de tener todo lo necesario a mi alrededor para hacer la espera más placentera: varias botellas de vino, mi película preferida de Meg Ryan, varias cajas de pañuelos desechables y los números del restaurante chino que está a la vuelta de la esquina, porque aunque mi corazón estaba roto el resto de mi cuerpo seguía funcionando de una forma más o menos normalita.

Mientras agonizaba a causa del amor, realizaba, sin un orden establecido, las siguientes actividades: lloraba desenfrenadamente, dormía unos 10 o 15 minutos (todo el que ha estado al borde del abismo a causa del amor sabe que dormir más de 15 minutos de manera corrida es una proeza imposible de realizar), veía a When Harry met Sally por enésima vez, llamaba a Lucia a su teléfono móvil para hacerle la misma pregunta : “¿qué fue lo que hice mal esta vez?”, volvía a llamarla para pedirle que por favor pasara a recoger mi orden extra doble de Lo Mein.

Al final no moría, como se habrán dado cuenta, y en su lugar terminaba con unas cuantas libritas de más que luego me mataba en el gimnasio para perder.

Lucia tiene un método muy eficaz para medir que tan mal éste o aquel me dejó: que tanto hablo del desgraciado en cuestión.

Si en nuestras conversaciones el nombre del desgraciado de turno sale a relucir más de 20 veces en una hora (sólo Lucía es capaz de llevar este tipo de cuenta) aunque estemos hablando, digamos, del mal estado del tiempo, es que definitivamente quedé muy mal.

Sin embargo, si el nombre de él solo sale de mi boca en comentarios como “Oh, fulano también solía tomar el whisky de esta manera”, es que el pobre pasó sin pena y sin gloria por mi vida.

Yo, sin embargo, tengo otra forma de medir que tan mal herida quedé: las veces que lloro sola por él.

Llorar con Lucia es reconocer todo lo malo que él hizo. Es pasar balance a la relación y concluir que él no vale la pena, que no estuvo a la altura de la relación y que yo merezco algo mejor. De estas secciones de llanto colectivo (Lucía siempre llora conmigo) salgo renovada y con el ánimo alegre.

Llorar sola es culparme a mí porque la relación no funcionó. Lo primero es un desahogo. Lo segundo es la técnica más fina jamás inventada para ir socavando tu autoestima y la manera más segura que yo conocía para hacer realidad mi gran deseo de la niñez: morir de amor.

Porque en el fondo, cada vez que corría las cortinas, echaba seguro a la puerta, descolgaba el teléfono y me tendía en mi sofá a llorar lo que hacía era matarme un poco, destruirme cada vez más.

A la vuelta de esos viajes por los oscuros y laberinticos pasillos de la autoculpa y el desamor volvía con algo menos en mí. ¿Qué era eso exactamente? No sé, pero sabía que había perdido algo y que ya nunca más lo recuperaría.

Pero cuando el troglodita me hizo recordar el reciente verano y me puse a llorar entre aquel runruneo de máquinas que lavan y secan ropa, y vi que mis lágrimas, más que desear que la muerte me encontrara ahí mismo eran solo eso, lágrimas que varios minutos después ya ni en mi rostro estaban, cuando vi que no tuve que hacer un ejercicio de meditación para alejar su recuerdo de mi memoria, cuando me vi en mi apartamento y me parecieron lindas las sombras que gracias al sol que entraba por la ventaba dibujaban mis muebles sobre el piso, cuando tomé mi computadora y decidí terminar una novela por encargo que hacia tiempo rehuía, me dije a toda voz “wao, esta vez el verdugo se olvidó de rematar a la víctima”.

Quizás Lucia tiene razón, ya hemos llorado, sufrido tantas veces antes por causa del amor que sabemos que esta vez, por gran amor y todo que él haya sido, lo vamos a superar.

O quizás es que realmente amar si cambia, transforma a las personas y logra lo que antes creíamos simplemente imposible: desear tener un destino menos glorioso y morir como una simple mortal y no con el corazón atravesado por culpa del amor.

miércoles, 25 de enero de 2012

(Son las 10 de la mañana de un miércoles de finales de enero y Gigi, para su propia sorpresa, lleva ya una hora en el cuarto de lavandería de su edificio. Tan concentrada está viendo una mancha de color indefinido que ha echado a perder su pequeño y rojísimo vestido que ni siquiera escucha la puerta abrirse.)

-Buenos días… ¿Puedo pedirte un favor?

-…si lo hubieras lavado al día siguiente de que se manchara quizás lo hubieras podido salvar…- piensa en voz alta Gigi mientras frota sus dedos sobre la mancha.

-Hola-repite la misma voz que hace unos segundos intentó sacar a Gigi de su concentración.

-…pero no Gigi, tenías que dejarlo tirado en la ropa sucia casi un mes… con lo mucho que te gustaba…

-¡Ejem! ¡Ejem!- carraspea la voz, esta vez con mejor suerte, pues ha logrado que, al fin, Gigi se de cuenta que hay alguien más en la lavandería.

-¡Oh Dios que me has asustado!- grita Gigi mientras trata de poner un poco de orden a aquel cuadro mañanero: todavía sigue en pijama y en pantuflas (ambas a juego, con dibujos de Snoopy), despeinada, y con una cara de mala noche atroz (estuvo despierta hasta tarde viendo televisión y para colmo se despertó muy temprano, así que no le quedó más remedio que enfrentarse a la realidad: las escritoras de novelas románticas por encargo también tienen ropa que lavar.)

-Lo siento mucho. No quería asustarte. Es que hasta ahora me he dado cuenta que no tengo suavizante y quería ver si podías darme un poco. Esta tarde tengo que ir a la tienda así que hoy mismo paso por tu apartamento y te dejo una nueva botella. Claro, si estás de acuerdo.

¡Pero un momento, si es el troglodita. Horror de horrores!, piensa Gigi mientras se afana aún más en arreglarse.

El troglodita sonríe mientras extiende la mano para tomar el suavizante que Gigi ha colocado frente a él. En un acto que aún Gigi en su desesperación por arreglarse el pelo reconoce como de un caballero, el troglodita le da la espalda sacándola así de su campo visual y dándole todo el tiempo necesario para que Gigi ponga algo de orden en esa cabecita loca.

-Hacía mucho que no te veía. Pensé que te habías mudado- comenta el troglodita.

-He estado muy ocupada- responde Gigi mientras vuelve a la mancha de su vestido.

-Creo que la última vez que te vi fue en verano.

Si, realmente la última vez que se vieron fue aquella noche en que él le ayudó a subir el cierre de su vestido. Cuando le habló de un famoso “destornillador de tercera generación”. ¿Cuántas cosas habían pasado desde aquel verano hasta ahora? Muchas. O mejor dicho, solo una. El había vuelto. Esta vez para quedarse. Para amarla como no lo había hecho antes. Esas fueron sus palabras. Y ella las creyó. ¿Cuántos planes se hicieron? ¿Cuántas promesas escuchó de sus labios?

“Me dejarás de nuevo”, le dijo ella una noche, más que a modo de reclamo como una premonición que se dice en alta voz, quizás con la intención de romper el hechizo y que por una vez, solo una vez, funcione “esto” entre él y ella.

“No”, dijo él, “esta vez estaremos juntos para siempre”.

Pero Gigi había vivido (y escrito) demasiadas historias de amor para saber que el “para siempre” no existe.

-¿Estás bien?- le preguntó el troglodita.

-Si, estoy bien-dijo Gigi mientras le mostraba la mancha de su vestido al troglodita. –Creo que es mejor que me deshaga de él.

-Si ya no sirve tíralo a la basura. Las chicas grandes saben cuando es momento de desprenderse de algo, por más que les guste-dijo a modo de colofón el troglodita. –Ahora, si me lo permites, me retiro a mi apartamento mientras se seca mi ropa. Gracias por el suavizante, esta misma tarde sin falta te llevo una nueva botella a tu apartamento.

Gigi quiso decirle que no, que no había necesidad de que se molestara. Después de todo era solo un poco de suavizante. Pero no dijo nada. No porque no quisiera sino porque no encontró la fuerza necesaria para abrir su boca, mover sus labios, articular las palabras. Sólo tuvo fuerzas para entregarse al recuerdo. Sólo tuvo voluntad para dejar que sus ojos lloraran.

“Las chicas grandes saben cuando es momento de desprenderse de algo, por más que les guste”, repitió Gigi las palabras del troglodita. Y luego, haciendo de su vestido un pequeño bulto que tiró a la basura sin ni siquiera darle una última mirada, agregó, “o por más que lo quieran”.

viernes, 1 de julio de 2011

Querido Handyman:

No me llames ingrata por favor. Antes de hacerlo, piensa en los momentos felices que vivimos y en nombre de ellos, al menos, llámame por ese dulce apodo que me tenías (¿era Honey o Darling?). Whatever, que me llames de cualquier forma menos ingrata. Aunque sé de sobra que merezco ese vil apodo pues te he tenido recluido en el más frio de los abandonos.

Sé, ¡ay como lo sé!, que nunca voy a vivir lo suficiente para agradecerte todo lo que hiciste por mí. Si solo ahora, que estoy tan ofuscada y preocupada (y tú sabes más que nadie que es en estos momentos cuando mi memoria y razonamiento peor funcionan) me llegan a la cabeza un montón de cosas que hiciste por mí.

Cómo olvidar cuando, sin que nadie te lo pidiera, arreglaste mi licuadora, limpiaste el filtro de mi fregadero (que por cierto funcionaba a la perfección), cambiaste la cerradura de mi puerta; cuando ya estaba decidida a comprar un nuevo aire acondicionado porque el mío ya no funcionaba como antes tú me lo impediste con un rotundo “yo te lo dejo como nuevo”.

Arreglaste la transmisión de mi carro, me tapizaste un sofá, me armaste un librero para que organizara todos esos libros que se acumulaban sobre mi mesa de trabajo, hiciste unos paneles de lo más nice para las ventanas de mi estudio. Pintaste mi departamento completito de ese verde que tanto me seducía. Cuando, después de una noche de baile frenética, unos de los tacones de mis zapatos preferidos se desprendió como si fuera un diente en la boca de un niño de siete años tú lo arreglaste tan pero tan bien que en ese momento empecé a dudar de que realmente fueras analista financiero y no un zapatero.

Es por todas estas razones que sé que tú eres el único capaz de ayudarme, el único capaz de sacarme de este gran misterio (ni siquiera Google lo ha hecho) y devolverme la paz que he perdido en esta semana en la que ni siquiera he encontrado un momentito para escribir mis novelitas porque todo mi tiempo y energía se lo he dedicado a desvelar ese gran misterio. En fin, mi querido Handyman, ¿qué diablos es un destornillador de tercera generación?

Esperando pronta respuesta tuya (que tengo que seguir con mi vida, caramba),


Gigi Rodríguez.

viernes, 24 de junio de 2011

Meet the “troglodita”

(Gigi detiene el auto frente al lugar acordado -una de las peluquerías más fashion de la ciudad- de donde Lucía, luciendo el pelo a lo Jennifer Aniston, sale hecha una furia.)

-Eres terrible. Vamos a llegar tarde a la fiesta por tu culpa- casi grita Lucia no bien ha entrado en el auto. -Debes tener una buena excusa para haberte retrasado una hora. ¡Una hora!

-No me vas a creer cuando te cuente lo que me pasó.

-¿No me digas que tu Más Reciente Gran Amor volvió a llamarte y que perdiste una hora de tu vida hablando con ese bueno para nada?

-No, querida, nada de eso.

-¿Y entonces?

-Conocí en persona a nuestro nuevo vecino.

-¿El muy hijo de su madre se atrevió a reclamarte por la pequeña fiestecita que tuvimos en tu balcón la otra noche?

-No, para nada. El muy hijo de su madre tuvo la gentileza de ayudarme a subir el cierre de mi vestido.

-¿Whaaaaaaaaaaaaat?

-Así como lo oyes querida.

-O sea…

-O sea nada. Por alguna razón tenía problemas para subir el cierre así que fui hasta su apartamento y le pedí ayuda.

-Wait, wait. Cuéntame la historia desde el principio porque no entiendo nada.

-Ok. Esto fue lo que pasó. Estuve más de media hora luchando por subir el cierre pero no podía. No me preguntes por qué, pero no podía. Así que me dije que tenía que buscar la ayuda de alguien o cambiar de vestido. Y ya me conoces, siempre me inclino por las soluciones más simples.

-¿Y de toooooooodos los vecinos se te ocurrió pedirle ayuda justo al que no conocías?

-Me subestimas, Lucía. Llevaba mucha prisa para esperar más de 10 segundos frente a una puerta que no sabía si se abriría o no. En otras palabras, fui tocando de puerta en puerta pero sólo él fue lo suficientemente rápido en abrir.

-¿Y entonces?

-Entonces tuvimos esta conversación:

El: Buenas noches.

Yo: Perdona que te despierte, pero…

El: Oh, no, no me has despertado, estaba viendo televisión.

(¿Y si no estabas durmiendo por qué estás en pijama y todo despeinado?)

Yo: Ah. Bueno. Disculpe de todas formas. Es que tengo un problema y necesito de su ayuda. No puedo subirme yo sola el cierre de mi vestido. ¿Podría usted ser tan amable de ayudarme?

El: Como no. ¿Dónde está el vestido?

Yo (Dirigiéndole la más mortales de mis miradas): Lo llevo puesto. Sólo tiene que subir el cierre y listo, podrá volver a su programa de televisión y yo podré irme a mi fiesta.

Me puse de espalda para que aquel troglodita (no encontraba otra palabra para describir a un hombre que no había reparado en el vestido que llevaba puesto) pudiera subir el cierre.

El: Este zipper tiene un problema. Se resiste a ser subido.

(¿Por qué demonios hablará así? pensaba mientras sostenía mi pelo en alto para que el troglodita pudiera hacer su trabajo.)

Yo: Póngale un poco de presión, por favor, pero sólo un poquito. Me lo probé en la tienda y no hubo ningún problema. Seguro que sube si usted le aplica la fuerza necesaria, pero sólo la necesaria.

El: Pues no creo que eso vaya a ser posible. Se nota que este zipper tiene un problema.

Yo: Este cie-rre no tiene ningún problema. ¿Podría ser tan amable de intentarlo de nuevo?

El: Hasta donde alcanzan mis conocimientos sobre zi-pper me parece que este está dañado. ¿Por qué no va a esa fiesta con otro vestido? De seguro que tiene muchos como este en su armario.

Yo: Por supuesto que tengo más vestidos como este en mi closet. Pero ESTE es el que me compré para ir a ESTA fiesta. Por favor, inténtelo una vez más.

El: Deme un momento. Creo que ya sé que pasa. Déjeme buscar mis herramientas.

Yo: ¿Sus herra qué?

Cuando me volví el troglodita había desaparecido, dejándome sola frente a la puerta de su apartamento. Lentamente empujé la puerta, llamé varias veces y como nadie respondía entré en su apartamento. Hello, hello decía mientras entraba de puntilla en la guarida del troglodita.

-El: Aquí está.

Me dio un susto que casi me muero, pues él muy hijo de su madre salió como de la nada. Así que tuvo que buscarme un baso de agua para, según él, calmarme los nervios. Mientras lo hacía le dirigí una mirada rápida a su guarida. Conclusión: es soltero (tiene un desorden que ni te cuento) y también un poco irracional (veía en la tv futbol americano).

El: Y ahora que ya estás un poco más calmada, sigamos en lo que estábamos.

Yo (Mirando con auténtica curiosidad algo que tenía en las manos): ¿Qué es eso?

El (Levantando aquella cosa y blandiéndola como si fuera una espada) : ¿Esto? Mi destornillador de tercera generación. Ahora, si me lo permite, trabajemos en el zipper de su vestido.

Me di media vuelta y volví a recoger mi pelo mientras mi cerebro trabaja a mil por hora tratando de asimilar aquella frase: “destornillador de tercera generación”. Llegué a la infame conclusión de que debía dedicar menos tiempo a Vanidades y Cosmopolitan y empezar a leer Mecánica Popular.

Varios segundos después sentí como el troglodita subía el cierre de mi vestido. Me di la vuelta para agradecerle pero él ya iba de camino a su sofá, donde se sentó estirando sus patotas sobre la mesa.

Yo: Muchas gracias.

El: De nada. Te invitaría a ver el juego pero es obvio que tienes cosas más importantes que hacer esta noche.

-Oh my God, Gigi, Oh my God.

-Así es Lucía. Ah, y nuestro troglodita se llama Lucas.

-Todo un personaje, ehh.

-Todo un personaje-repitió Gigi mientras pisaba el acelerador y pasaba debajo del semáforo justo antes de que la luz cambiara a roja.